DEL OLVIDO A LA PALABRA
PROYECTO DE RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA ORAL DE ZARANDONA
La huerta de Murcia no es un paisaje natural. Muy al contrario, es el producto de la intervención del ser humano sobre el territorio. Buena prueba de ello es el azarbe que cruza Zarandona de este a oeste y que ha sido un elemento definitorio de la localidad a lo largo de su historia.
Quienes han vivido cerca del azarbe conocen el sonido de las riadas y pueden recordar la sensación de miedo e inseguridad que estas provocaban. Quienes han paseado junto al azarbe o se han bañado en él saben de los barbos y anguilas que surcaban sus aguas, como prolongación del río que era. Quienes alguna vez fueron a moler harina al molino del Batán o a ver al vaquero de la torre de las Lavanderas, aún pueden oír el sonido del agua al mover su mecanismo y el remolino que formaba, así como las piedras girando en la molienda.
Y es que un paisaje no es sólo una estampa, una impresión óptica. También son sonidos, olores y colores.
El paisaje de Zarandona se fue haciendo con el paso de los siglos hasta ser lo que cuentan las palabras que han compartido con nosotros las personas que han colaborado en este proyecto: un pueblo de huerta, con viviendas dispersas en las tierras de las familias propietarias que vivían en Murcia o Madrid. Tierras habitadas por los caseros y labradores que las trabajaban como si fueran suyas, aunque al llegar las fiestas, además de homenajear al patrón, hubiera que pagar el rento. Tierras en producción y familias volcadas en ello, viviendo unas vidas duras de frío o calor, siempre a la intemperie, con la inseguridad constante que provoca el clima, a la merced de las cosechas. Una vida que los últimos huertanos no querían para sus hijos.
Los cambios en los sistemas de producción, que trajeron aparejados cambios en la propiedad de la tierra y la distribución del agua, dieron un rayo de luz a estas familias que, entonces, pudieron soñar con el progreso.
Para ello, la huerta intentó ser industria. Primero, los cultivos tradicionales de morera, cereal y hortalizas fueron sustituidos por naranjos, limoneros y frutales. Las parcelas se hicieron cada vez más pequeñas y lo que era terreno rústico se fue haciendo urbano. Se tapó el azarbe y enmudeció el molino. La agricultura dejó de ser rentable y se intentó una tímida industrialización muy unida aún a lo agrícola, como nos recuerda la chimenea de la que fue la fábrica de conservas de Mariano Gómez Artés y alguna que otra nave industrial perdida entre bancales y solares. Pero tampoco esto funcionó. Nos dejó su huella, pero su paso fue efímero.
Apostamos ahora por el consumo y los servicios. Las luces de neón hace años que alumbraron Zarandona con estrépito pero ahora es más impactante la estela de los coches al surcar las avenidas, siempre de paso.
Las transformaciones han dejado el pueblo partido y casi irreconocible.
Lo que tardó siglos en hacerse no necesitó más que unos pocos años para pasar casi al olvido.
Pero sólo es un casi, pues las personas que vivieron y conocieron aquélla Zarandona están vivas, aún son jóvenes y tienen el recuerdo y la palabra.
La palabra, que hecha imagen, usamos aquí para luchar contra el olvido.
Aurora Lema Campillo