LA FIESTA DE SAN ANTÓN
La vida de los pueblos siempre ha estado marcada a lo largo del año por todos esos festejos que, desde antiguo, les ha ido trayendo el calendario. Con el tiempo, algunas celebraciones caerían en desuso, incluso en el olvido, quedando de ellas tal vez solo el recuerdo entre los más ancianos, viejas fotografías, amarillentos recortes de prensa o el testimonio escrito de quien se ocupó en su día de dejar para la posteridad alguna crónica del acontecimiento que daba lustre al vecindario llegada tal o cual fecha. Otras, por suerte, se mantienen plenamente vigentes. Desde los talleres de patrimonio de los centros culturales tratamos de rescatar algunas de esas memorias, a la vez que documentamos manifestaciones que a día de hoy siguen formando parte del legado inmaterial que atesoran las pedanías murcianas.
En Sucina, como en tantos lugares de nuestra geografía, la de San Antón siempre fue una de las fiestas más señaladas. Aún con regusto navideño, caldea con ascuas de horno y abrigo de lana los aires fríos que peinan las lomas a este lado del Puerto de San Pedro. Y siendo precisamente el Abad patrón de los animales, en una tierra de campo como la nuestra, los sucineros de antaño no desaprovecharían la oportunidad anual de pedir al santo por la protección de sus bestias y rebaños. Les iba el trabajo, la productividad de la tierra y la vida misma en la salud y fortaleza de quienes tiraban de sus arados. Por eso, hasta las puertas de la parroquial de Sucina llegaban cada 17 de enero reatas de mulas, pollinos y ganados, sobre cuyas crines y lomos salpicaba el agua bendita del hisopo que el párroco agitaba a los cuatro vientos.
Hoy son mascotas y animales domésticos los que protagonizan el ritual ante la imagen del santo, entre carantoñas infantiles al sol invernal de la plaza, pero los mayores que todavía presencian la escena conocen bien el origen de cuanto acontece. Cruzan miradas gastadas y sonríen rememorando las carreras de burros que, tras el oficio religioso y la procesión, se organizaban en el camino del cementerio, el mismo lugar donde el resto del año se jugaba a los bolos «cartageneros». A los ganadores les colgaban un rollo del cuello como premio, pero uno bien grande, no de los pequeños que se hacían (y se hacen) para repartir entre los vecinos.
Y es que, como casi todas las fiestas, cuenta la de San Antón con su inevitable faceta culinaria. Viene representada por esos tradicionales rollos que se elaboran a cientos durante los días previos y son ofrecidos a quien quiera degustarlos, una vez bendecidos. La costumbre, grabada en la retina de las sucineras de hoy desde que eran unas niñas, cuando contemplaban a sus madres y abuelas en la tarea, fue recuperada hace unos veinticinco años y desde entonces la vienen repitiendo de forma ininterrumpida. Así, este 2018 ha vuelto a reunirse un nutrido grupo de mujeres en el horno centenario de la localidad, donde amasan y les dan forma, uno a uno, entre cantos y recuerdos. Ya no se hacen aquellos de gran tamaño, por no haber animales ganadores a los que coronar, pero sí unas cuantas decenas en miniatura para meter en carteras y monederos… pues hay quien los conserva de año en año como amuleto que atrae la suerte en lo económico. Lo verdaderamente mágico y atractivo de esta costumbre es que todas las participantes ceden su tiempo altruistamente para sacar adelante la tarea y los demás habitantes, a través de los diferentes comercios del pueblo, los ingredientes necesarios para elaborar la receta. El motor no es otro que la sensibilidad generosa, de unos y otros, por la tradición.
Llegado el día grande, los rollos son puestos a la venta en la puerta de la iglesia en grandes seras de esparto, rebosantes, quedando los beneficios para ayuda de la parroquia. Cuentan que antiguamente se ofrecían al público a través de una ventana de la vieja casa del cura y el dinero lo destinaba la llamada mayordomía a sufragar las celebraciones venideras de la Virgen del Rosario. Desde que eran elegidos en Navidad, los mayordomos tenían casi un año por delante para recaudar lo que costaba organizar las fiestas patronales.
Junto a los rollos y la bendición de animales, mantiene Sucina por San Antón la sana costumbre de reunir a sus vecinos en torno a una mesa, acogiendo en nuestro tiempo además y como debe ser a la amplia realidad social y cultural que aglutina la pedanía. De un tiempo a esta parte, la Junta Municipal y la comisión organizadora de los festejos preparan una comida en algún enclave del casco urbano; no falta la alegría ni la música, en un ambiente fraternal que este año ha tenido como marco la calle lateral de la iglesia. El acto sustituye, de alguna manera, al que antaño fuera verdaderamente tradicional y que consistía en el desplazamiento de los vecinos al Barranco del Agua, la Cueva Serrana o Los Ginovinos. Hasta allí marchaban a pie los sucineros, especialmente los más jóvenes, disfrutando del atardecer en unos parajes naturales donde se divertían y degustaban palmitos… además de dejarse caer en manos del galanteo adolescente, lejos de las miradas inquisidoras de los más mayores.
Los participantes del taller “Vida y Territorio” hemos querido recoger parte de todos estos recuerdos, dejando constancia de lo que fue y lo que es hoy la fiesta de San Antón en Sucina. Lo hemos hecho a través de un pequeño vídeo realizado entre todo el grupo de manera sencilla y sin más pretensiones que la de documentar una realidad que nos enorgullece, porque nuestro pueblo está lleno de gente generosa y verdaderamente convencida de que las tradiciones siguen siendo cosa de todos. Y para todos.